Hoy en día somos incapaces de pasar un dia sin controlar el tiempo. Y es que nos hace falta saber la hora que és para levantarnos, para empezar a comer, para pensar en irnos a la cama o saber si empieza la serie de moda.
Así pues, el reloj es un objeto importante en nuestras vidas y para los que corremos aún es más.
De todos los relojes que he tenido, hay uno que no olvidaré fácilmente, y no precisamente por los buenos recuerdos que me trae.
La primera vez que lo ví, allí estaba, haciéndose el interesante, en la estantería del DECATHLON. Con ese diseño tan moderno y funcional, y con ese irresistible precio. No pude resistirme y lo compré.
Al principio fue todo muy bonito, como una historia de amor. Creo que nos gustamos mútuamente, desde el primer momento en que nos vimos.
Vale que era todo negro y que no tenía muchas funciones –un simple cronómetro y una discreta alarma-, pero yo soy bastante facilón y me fijo en otras cosas.
Sus dígitos eran grandes y ligeramente curvados que le daban un toque atractivo. Además, tenía esa lucecita de fondo tan sexy…
Lo llevaba puesto a todos los sitios, e incluso lo llevaba antes que algún pulsómetro en etrenamientos y carreras. Hasta lo llevé subiendo a Les Senilleres.
Allí estaba, siempre en mi muñeca izquierda. Ese pequeño cabrón de plástico negro.
Pero como en todas las relaciones de pareja, empezaron a surgir los primeros roces. Por cosas que os pueden parecer tonterías, pero en realidad si empiezas a juntarlas todas…
Para empezar, era muy sensible de botones y el simple hecho de bajarte una manga, era suficiente para que cambiara de modo o se pusiera o en marcha el cronómetro. O esa manía de funcionar al revés de los CASIO – cuando querías parar el crono, se ponía en “split” el jodío -.
Y cuando empecé a ver que yo no era el único que tenía ese modelo, creo que empezó a darme mal rollo nuestra relación. Pero miraba la hora y ahí estaba él. Cuando abría los ojos por la mañana, en el trabajo, corriendo en la montaña, remando en la piragua,…
Llegaba el fin de semana y me lo quitaba, pero era abrir los ojos un lunes, y ahí estaba de nuevo en mi muñeca, informándome que me quedaban sólo cinco minutos para levantarme. "Qué ganas tengo de que sea fin de semana y te deje en el cajón" – pensaba yo -.
Esta relación tenía que acabar. Lo que antes era amor, ahora era odio. Así que decidimos mutuamente seguir sólo como amigos y emprender caminos separados. Él acabó en un estante con otros de mis viejos relojes. Yo, de momento, sigo bien.
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